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El poder de la poesía

 

119 años del natalicio de Pablo Neruda 

Ulises Bracho


La poesía no es cosa solo de poetas. Octavio Paz en El Arco y la Lira escribió atinadamente que a través de la poesía “el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito”, es decir, que rompe con esa forma llana y monótona en que se nos presenta la existencia. La poesía no solo es el arte de expresar los sentimientos, emociones y reflexiones más profundas del hombre y su realidad por medio de un lenguaje finamente elaborado, sino más aún, como todas las manifestaciones artísticas, es formadora y transformadora del individuo mismo e invaluable instrumento de sensibilización social.


Sin embargo, el camino de la poesía en nuestro país, como en muchos otros países semejantes a nuestra economía, es de difícil acceso para los trabajadores. ¿En qué momento un obrero se puede dar el lujo de leer un poema después de ocho, diez o doce horas de trabajo?, ¿habrá sitio para la poesía? Estoy seguro de que un trabajador lo que ansía después de una jornada extenuante es cenar y descansar. Entiendo, entonces, que esta actividad mecánica y repetitiva no significa que a los obreros les sea indiferente, sino más bien, la poesía les es vedada por doquier.


Y aunque esto es cierto, yo creo que cuando los trabajadores tienen la oportunidad de leer o escuchar un poema, cuando las palabras del poeta están expresadas en su justa medida, es imposible que se sienta ajeno a la belleza del lenguaje y al profundo contenido de la misma. Ejemplos hay de sobra en América y el mundo, difícil hablar de solo uno de ellos, sin embargo, en esta ocasión quiero destacar al poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973). Neruda fue capaz de superar la labor más difícil de todo poeta: simplificar el hermoso lenguaje de la poesía para que sea entendido por los mineros, amas de casa y, en general, por los trabajadores que conforman la clase proletaria, sin por ello dejar de ser una honda y espléndida poesía.


Desde joven Pablo Neruda destacó en los círculos poéticos de su época, con su afamado poemario “Veinte poemas de amor y una canción desesperada logró penetrar entre en un amplio y variado público. Quizá muchos de nosotros hemos escuchado algunas frases de sus versos como “es tan corto el amor y tan largo el olvido”, “quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos” o “puedo escribir los versos más tristes de esta noche”. Vaya, por lo menos alguna escuela primaria lleva su nombre.


Su poesía tan basta y riquísima jamás dejó de ser accesible para el pueblo, la madurez de su lenguaje lo llevó ahí donde nunca pensó cuando inició a escribir y pronunciar sus primeros versos, en plazas, calles, fábricas, aulas, teatros y jardines. En Confieso que he vivido – un libro autobiográfico- el autor escribe una apasionante anécdota sobre cómo la poesía curtió la coraza de varios trabajadores. Les compartiré un fragmento de ésta:


[] me pasó en la Vega Central, el mercado más grande y popular de Santiago de Chile. Allí llegan al amanecer los infinitos carros, carretones y camiones que traen las legumbres, las frutas, los comestibles, desde todas las chacras que rodean la capital devoradora. Los cargadores -un gremio numeroso, mal pagado y a menudo descalzo– pululan por los cafetines, asilos nocturnos y fonduchos de los barrios inmediatos a la Vega.


Alguien me vino a buscar un día en automóvil y entre en él sin saber exactamente a dónde ni a qué iba. Llevaba en el bolsillo un ejemplar de mi libro España en el corazón. Dentro del auto me explicaron que estaba invitado a dar una conferencia en el sindicato de cargadores de la Vega.


Cuando entré a aquella sala destartalada sentí el frío [] no solo por lo avanzado del invierno, sino por el ambiente que me dejaba atónito. Sentados en cajones o en improvisados bancos de madera, unos cincuenta hombres me esperaban. Algunos llevaban a la cintura un saco amarrado a manera de delantal, otros se cubrían con viejas camisetas parchadas, y otros desafiaban el frío mes de julio chileno con el torso desnudo. Yo me senté detrás de una mesita que me separaba de aquel extraño público. Todos me miraban con los ojos carbónicos y estáticos del pueblo de mi país.


[…] ¿Qué hacer con este público? ¿De qué podía hablarles? ¿Qué cosas de mi vida lograrían interesarles? Sin acertar a decidir nada y ocultando las ganas de salir corriendo, tomé el libro que llevaba conmigo y les dije:


-Hace poco tiempo estuve en España. Allí había mucha lucha y muchos tiros. Oigan lo que escribí sobre aquello.


Debo explicar que mi libro España en el corazón nunca me ha parecido un libro de fácil compresión. Tiene una aspiración a la claridad pero está empapado por el torbellino de aquellos grandes, múltiples dolores.


Lo cierto es que pensé leer unas pocas estrofas, agregar unas cuantas palabras, y despedirme. Pero las cosas no sucedieron así. Al leer poemas tras poema, al sentir el silencio como de agua profunda en que caían mis palabras, al ver cómo aquellos ojos y cejas oscuras seguían intensamente mi poesía, comprendí que mi libro estaba llegando a su destino. Seguí leyendo y leyendo, conmovido yo mismo por el sonido de mi poesía, sacudido por la magnética relación entre mis versos y aquellas almas abandonas.


La lectura duró más de una hora. Cuando me disponía a retirarme, uno de aquellos hombres se levantó. Era de los que llevaban el saco anudado alrededor de la cintura.


-Quiero agradecerle en nombre de todos- dijo en alta voz-. Quiero decirle, además, que nunca nada nos ha impresionado tanto.


Al terminar estas palabras estalló en un sollozo. Otros varios también lloraron. Salí a la calle entre miradas húmedas y rudos apretones de mano.


¿Puede un poeta ser el mismo después de haber pasado por estas pruebas de frío o fuego?”.


Hasta aquí la cita, algo extensa pero no quería recortar la conmovedora experiencia vivida por Neruda. Es sorprendente el poder de la poesía; la fuerza y profundidad que el poeta le imprimió a cada una de sus palabras permitieron que los obreros, por un momento, hayan dejado de ser esa monótona materia devorada por el monstruo de la cotidianeidad. Quizá fue como aquella sensación que experimentamos por primera vez cuando reconocemos en el espejo nuestro verdadero rostro.


El pasado 12 de julio se cumplieron 119 años del natalicio de Pablo Neruda que, en mi opinión, resulta importante conmemorar porque hablamos de un extraordinario poeta, de un artista que, entre muchas otras cosas, cumplió la noble tarea de ser la voz de los trabajadores, en expresar el pensamiento y el sentimiento de los explotados de siempre.


Como dijo el poeta Rafael Blanco Belmonte “¡hay que hacer que nos oigan los que no escuchan!”, y en este sentido, a través de su poesía, Neruda logró decir lo que a los trabajadores nos aflige, nos inquieta, nos duele y, al mismo tiempo, logró contagiarnos de esperanza en el futuro. Nunca renunció al dolor ajeno ni dudó en poner su poesía al servicio de una causa política e ideológica en favor de la clase obrera, siempre escribió para nosotros y, por tanto, lo menos que podemos hacer, además de recordarlo, es leer con interés sus valiosos poemas.


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